martes, 16 de octubre de 2012

ARZONAR



I
Todavía, que sepa, no se ha trazado un escrito que considere la sincronicidad con que brilla, en el calendario estelar de la poesía del siglo pasado, la cifra 1922. Eliot publica La tierra baldía; se celebra la Semana de Arte Moderno en São Paulo; César Vallejo publica Trilce. Seguramente concurren más sucesos que ahora olvido, despegando del campo anegadizo pero fértil de los estallidos vanguardistas, durante aquel año o sus inmediaciones. De todas maneras, ya la breve lista bien soportaría la contundencia de infinitas relaciones y tensiones.
Sorprenden, en esta época de fragmentación a años luz, el intercambio que mantenían las decenas de pequeñas publicaciones de poesía del período «vanguardista». En parte gracias a ellas podemos más que suponer que Vallejo y Girondo, por ejemplo, se leían entre sí. Sinapsis entre núcleos implosivos. Entre células insurrectas volcándose a la luz de un continente. Vinculación sincrónica bajo conciencia de época. Experimentación que, de todos modos, irá perdiendo la inocencia inicial, cosmopolita aunque imitativa postura o adánica insensatez, para ir adquiriendo coloraciones semovientes, difusiones de fulgores clandestinos, desviado rumor. Una ola de insurgencia en cuya diversidad saltaban confundidos anfibios con las furias. Invención literaria en tanto noción disruptiva, este intento colectivo de deslectura, encontrará, por fin en Trilce, otra puesta en alerta ante el uso de la palabra. Poética tan insumisa a las formas más rumiadas de la lírica, que precipita recursos y significados en aras abisales de la palabra, y, desde la crudeza recuperada en la palabra, la transmutante sutileza de sus modulaciones.
Trilce fue escrito en Lima y en Trujillo, pequeña ciudad colonial de la costa del Pacífico, en el norte peruano. En aquellos años veinte, la voluntad de ruptura, en efecto, en gran medida también provenía de las periferias andinas o costeras. De esa periferia cultural y lingüísticamente bifronte que es el Perú, la sobreperiferia de las rebeliones estéticas. Mirko Lauer ha caracterizado al vanguardismo de los años 20 en el Perú, como cosmopolita a la vez que como el primer movimiento pan-provinciano. En Puno había nacido Carlos Oquendo de Amat, cuyos 5 metros de poemas señalarían un incendio de Bengala en la pantalla de un cine nunca más mudo. También en Puno, cerca de la frontera con Bolivia, el grupo Orkopata y su Boletín Titikaka (los hermanos Alejandro Peralta y Gamaliel Churata, entre otros): deslumbrados con Dadá, buscaban integrar el incipiente indigenismo con ciertas técnicas y estrategias gestuales de las vanguardias. Por su parte, estaba Adalberto Varallanos, nacido en Huánuco, en plena serranía, quizás el más desconocido de aquella generación, cuya obra completa, truncada por su muerte prematura, será publicada casi anónima y tardíamente en Buenos Aires. Más o menos por entonces, en un artículo, Parra del Riego había presentado, a los lectores de Lima, la «bohemia trujillana»: referencia a un grupo de escritores en Trujillo (entre ellos, Antenor Orrego y Alcides Spelucín, que moriría, exiliado aprista, en Bahía Blanca), en cuya pléyade achispaba Vallejo, quien, por su parte, era oriundo de la serrana población de Santiago de Chuco.
Fulguraban —primeras décadas del siglo veinte— los devorados por la cosmópolis. Dos de ellos, en distintos momentos, vivirán y morirán en Montevideo: Juan Parra del Riego, «autor de polirritmos de filiación futurista», enamorado del siglo y de la velocidad; y Xavier Abril, que llevaría una larga vida sin radicar en el Perú. Abril frecuentará a Vallejo, en París. Y se dedicará a ensayar sobre la poesía de éste en diversas oportunidades. Otro poeta, Alberto Hidalgo, nacido en Arequipa, autor de un «índice de poetas modernos» junto a Huidobro y Borges, vivirá y morirá en Buenos Aires. El propio Vallejo daría ese puntazo del salto: del éter trujillano a los pasillos parisinos. A su modo, una saga sacrificial. ¿Huyendo de la cárcel de Santiago de Chuco o del ahogo peruano? Se cuenta (no recuerdo la fuente de la anécdota) que una vez, habiendo ya vivido duramente durante años en Europa, le preguntaron a Vallejo si no tenía deseos de regresar a su país. Sí, respondió que sí. Pero luego, pensándolo mejor, después de un silencio, recordando aquella sociedad de afrimaciones coloniales, prejuiciosa hasta la violencia, soltó: «—…Pero… esa risita…».
Es llamativa esa señal del origen no urbano coincidente en ciertos poetas de inequívoco influjo en nuestra lengua, tanto sobre sus contemporáneos cuanto sobre las generaciones posteriores. Como Darío, nacido en la aldehuela de Metapa, Vallejo era oriundo de un sitio que estaba fuera del Mapa. Contrariamente a Darío —otros las circunstancias y los temperamentos—, Vallejo no creó escuela. Demasiado en su ambiente habrá cundido, hasta desgastarse, la imagen un tanto enrarecida, cuasi mortuoria en su marmórea pesantez, del poeta laureado con solemne corona de oro por un presidente de su país —puede comprobárselo por la fotografía que lo perpetúa—, de José Santos Chocano, avatar del Poeta clavado a su mayúscula. No por casualidad fue Vallejo uno de los primeros en admitir las cualidades renovadoras —en su escritura y en la actitud que la sustenta— de José María Eguren.
Eguren, quien, por mera rutina profesoral, viene siendo sindicado desde hace más de medio siglo como «ingenuo», si no «infantil», cuando en verdad su anacronismo ha sido desde un principio el del sutil miniaturista, fue ahondando una poética alejada por igual de la grandilocuencia, la verosimilitud o la manipulación emotiva. A diferencia de los altisonantes y autoritarios forjadores de modelos, Eguren encarna otro tipo de poeta, uno sin discurso paralelo al de su pensamiento lírico, uno cuya incidencia gravita en el apenas del rigor exploratorio de las formas, de lo encarnado en el verbo, incluso al nivel más soterrado del rumor y la insignificancia. En la entrevista que le hiciera Vallejo a Eguren, fechada en febrero de 1918, éste le dirá, a raíz de «sus largos años de aislamiento literario»: «Yo y usted tenemos que luchar mucho…». Un tiempo después, ya en un artículo parisino, Vallejo aludiría, en relación al desamparo ambiental, a “La juventud sin maestros, sola frente a un presente ruinoso y ante un futuro asaz incierto”.
Luis Cardoza y Aragón, quien confiesa que, todavía en el período posterior a Trilce, el de la revista Favorables París Poema, editada junto a Juan Larrea, no comprendía —igual que otros amigos en común— aquello que estaba escribiendo Vallejo y por entonces les leía, y que, no pudiendo asimilarlo sino años después, recién escribe en El río, sus magmáticas memorias:
En Vallejo, lo óptimo es cuando balbuce y atormentando al lenguaje atormenta y empala la sintaxis. Uno siente que su poesía nunca termina de pudrirse. A él le sale lava por la boca, y se explica y arde mejor y dice más cuando la supuración se antoja incoherente. La poesía sobrepuja la significación. La poesía dice lo que está diciendo. Su sentido literal es literalmente poético. No son unívocos sus términos. Un poema es un tejido diáfano de enigmas. Un poeta dice más de lo que dice. La realidad es inverosímil.
Y en una tarjeta incluida en los dos números de la revista Favorables Paris Poema (1926) decían sus directores:
Juan Larrea y César Vallejo solicitan de Ud., en caso de discrepancia con nuestra actitud, su más resuelta hostilidad.
Existe toda una tradición del exilio en la poesía peruana del siglo veinte. César Moro se exilió triplemente: cambió su nombre natal (se llamaba Alfredo Quíspez Asín), su lugar de residencia (habitó muchos años en París y luego en México) y su lengua (escribió casi toda su obra en francés —si bien, vale acotar, un francés muy personal—, como el chileno Huidobro, el ecuatoriano Gangotena y el español Larrea, amigo y controvertido exégeta de Vallejo). Otros poetas peruanos nómades o exiliados por voluntad artística: Jorge Eduardo Eielson, Leopoldo Chariarse, Armando Rojas. Y otros modos del casi-no-estar: las décadas de silencio a que se llamó Westphalen; el nomadismo primero y la internación voluntaria después, de Martín Adán (otro que cambió su nombre); la escasísima obra de Francisco Bendezú. La deriva y final desaparición de Luis Hernández. Lo curioso con César Moro es la coincidencia de años de residencia en París con Vallejo, y el hecho de no se sepa que se hayan siquiera cruzado por allí.
Vallejo, que buscó diferenciarse de los vanguardistas de su generación u otras, más o menos pletóricos, más o puros en su rupturismo —a los que de todos modos asimiló—, no desdeñó los arrastres, siempre posibilitadores, de la tradición —en especial las vertientes barrocas del Siglo de Oro—, así como incorporó, y pronto derivó, el reciclar de aquéllas en los influjos modernistas (Darío, Herrera y Reissig). Esto no significa, sin embargo, que su detonación estuviera exenta de plurales ingredientes: todas sus influencias, tradicionales, inmediatas, arcaico-inventadas, recíprocamente desmintiéndose…
Pero, a la vez, este libro libérrimo implica un salto más allá de las lindes vanguardistas: no estamos, ya, ante unos experimentos que de todas maneras cuentan (y a su modo opositor sostienen) con la determinante referencia a las Buenas o Bellas Letras. No es apenas desobediencia, lo que marca el acontecimiento en Trilce, sino desacato, es decir meditación (crítica) en el uso de la palabra.
Cabe citar la casi totalidad del breve artículo de Vallejo «Poesía nueva», compilado en El arte y la revolución:
[…] Los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el artista y convertidos en sensibilidad. El radio, por ejemplo, está destinado, más que a hacernos decir «radio», a despertar nuevos temples nerviosos, más profundas perspicacias sentimentales, amplificando evidencias y comprensiones y densificando el amor. La inquietud entonces crece y el soplo de la vida se aviva. Esta es la cultura verdadera que da el progreso. Este es su único sentido estético y no el de llenarnos la boca de palabras flamantes. Muchas veces las voces nuevas pueden faltar. Muchas veces, el poema no dice «avión», poseyendo sin embargo, la emoción aviónica, de manera oscura y tácita, pero efectiva y humana. Tal es la verdadera poesía nueva.
En otras ocasiones, apenas se alcanza a combinar hábilmente tales o cuales materiales artísticos y se logra así una imagen más o menos hermosa y perfecta. En este caso, ya no se trata de una poesía «nueva» a base de palabras nuevas, sino de una poesía «nueva» a base de metáforas nuevas. Pero, también en este caso, hay error. En la poesía verdaderamente nueva pueden faltar imágenes nuevas —función ésta de ingenio y no de genio— pero el creador goza o padece en tal poema, una vida en que las nuevas relaciones y ritmos de las cosas y los hombres se han hecho sangre, célula, algo, en fin, que ha sido incorporado vital y orgánicamente en la sensibilidad. […]
A propósito del Vallejo de Trilce, podría alegarse lo que Marcel Schwob escribiera acerca de François Villon:
Adaptaba todo lo que los demás habían inventado como ejercicios del pensamiento o del lenguaje a unos sentimientos tan intensos que ya no se reconocía la poesía tradicional.
Vallejo es antropófago cabal, como le hubiese gustado a Oswald de Andrade, en la medida en que se consagra a una escritura, cuya sed de asomo al abismo de la resignificación de todos los lugares, incorpora en consecuencia sedimentos de múltiples influjos. (Esto liga con Borges, en cuanto al permiso de aspirar a todas las tradiciones, y con Lezama, proponiendo la imagen participada de Calibán.) De todos modos, la complejidad de los resultados expresivos en Trilce no es aleatoria, no se trata de meras aleaciones de materiales y referencias trabajadas bajo consigna, sino, precisamente, una desprogramación.
Si Trilce desprograma la escritura poética, es porque exige volver a aprender a leer. Y lo exige en cada relectura: el asunto nítido o elíptico de los poemas, siempre anida en lo afectivo, pero aguzándolo hasta impregnar la sintaxis. Ambos, el asunto y la sintaxis, constituyen un entrelazo. El acontecimiento, en Trilce, es la lectura.
La célebre carta de Vallejo a Antenor Orrego, tantas veces citada (teniendo al Mariátegui de los Siete ensayos como célebre iniciador de la serie), sigue siendo la más explícita profesión de fe:
El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima de hombre y de artista: la de ser libre. Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo, y esta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para mi pobre ánima viva!
Las versiones del testimonio sobre Vallejo, así como se intersectan se tachan, no terminan de encontrarse en una biografía. Las polémicas de continuo suscitadas en torno a su persona, estarían indicando una complejidad vital, una rasgadura en la ubicuidad del personaje. O cuán desconocido, o poliédrico, habrá sido. Ya no importa. La incógnita permanece, herida intacta: la voz escrita desmiente al personaje.
Vusco volvvver de golpe el golpe.
Excentricidad: no mimar un centro. O no presumir, al menos, de ése o algún otro dominio, sino del irse asumiendo en el desvío. Homenaje in corpore a la periferia. O buscar lo axial en la maniobra explosiva. Electricidad: la descarga verbal de Trilce, su «violencia sígnico-sintáctica», que no encaja, con todo, con los embates del gesto rupturista. Sin espolones formales, grupalidad combativo-defensiva ni mandamientos de libertad, característicos de la mayoría de los manifiestos o manifestantes a la vanguardia, Vallejo, en vez de dimanar esa descarga fálica, abre una indeterminación fustigante. Ostinato rigore. No hay asidero interpretativo: hay presentación. Desde la sintaxis sobre el lenguaje. O contra el lenguaje, en la medida en que éste sostuviese resabios de alguna domesticación.
¿Qué es lo que no se domestica, en Trilce? ¿Qué permanece en la avería? Lo altamente expresivo, no expresionista, de algunas pinceladas oleosas, olas de múltiple sentido, no apaga la sed de enigma. Hay que rastrear el asunto de los poemas atravesando las «caídas de arquitecto» que menciona Américo Ferrari: el afecto en tanto potencialidad metamórfica del ánimo pero también de la lengua que se hace explícita, inmanente. La incógnita trilceana se manifiesta como energía verbal. Incógnita de la tierra. Incógnita de la forma. Es el verso de Darío (en el poema «Filosofía»): «Saber ser lo que sois, enigmas siendo formas». Palabra terrestre y, además, terrenal, que no se somete a la cruz aterrada por lo crudo o a la moral de la letra ya leída y de antemano reducida a un pacto de lectura. Al revés: del combate con las letras se desprende, en Trilce, una vívida materialidad parlante. Una fabla salvaje. Las palabras y, sobre todo, los fraseos que las enhebran y erizan, protegen, por fluidos afilados, la circulación de esa energía, desplazándola de cualquier aposentamiento. No hay pose de escritor; la voz no se posa para referir más déjà vu; apenas una voz se expone a su propia intemperie en la nitidez expresiva del lenguaje en tanto andarivel de terra incognita.
¿Qué es lo indómito en Trilce? ¿Lo mítico indio, que constituye una de sus fuentes de inspiración, pathos y sustrato ancestral? ¿A qué debe su resistencia, después de tantas lecturas suscitadas, sino al hecho de ser una composición dedicada a la delicadeza del lector? Delicadeza: línea de puntos suspensivos o costura invisible entre las más remotas regiones del ser, de la experiencia de ser que, entre lo americano, resalta lo mestizo del espíritu abarcante. Si es, la delicadeza se hace inclusiva: aun a la disonancia le hace lugar. Trilce condensa y relaciona los elementos disonantes hasta vertebrar con ellos un desarrollo dramático, no un discurso conciliador.
Ser mestizo implicaría la configuración de algo reunido, aun en la tensión implicada en la superposición. Es el cruce americano: unanimidad en la cruza, que soporta hasta la extrapolación de lo más contradictorio, no en la síntesis que resta singularidad a lo mezclado. Tal vez hasta pudiera hablarse de sincretismo, en la medida en que esta voz escrita y sus combinatorias, que devuelven el golpe, se permite una permeabilidad que no es apenas habilidad discursiva, sino buceo en repliegues y deslindes. Y también por la vía de una deriva sacra, un sesgo de lo sagrado en la cotidiana sangre, que se alza más acá de la máscara verbal. Vale tanto lo no dicho, lo implícito en lo dicho, como las formas, amables o desusadas, crujientes o furtivas, que parecen provenir, desde Trilce, hacia este lado de la incógnita. Vallejo lleva la tensión en arco hasta el otro lado del disparo: el blanco, desde luego, es la propia capacidad de leer. Es una advertencia, una admonición, una reconvención solidaria pero certera: ¿quién se creerá que es —el lector? Es un llamado de atención sobre el lenguaje en tanto conductor de pensamiento activo, no sólo conceptual, pensamiento actor, que en ese reconocimiento de su materialidad, de su máscara, afectivamente se recupera.
Trilce: galaxia de dispersiones a la luz del abrasivo de un pronunciar. Aquí la lengua deviene escucha. Atender hasta el grado de lo microtonal. La energía silábica, que proviene de otros siglos, atraviesa cada poema en tanto pensamiento magmático. Pero este pensamiento no se encuadra asimilado a un estilo, como en el vanguardismo a ultranza atado a sus tics —en la imitación estilizada de un magma del automatismo linear, por ejemplo—, sino en lo que permite oír por entre el relieve verbal. En realidad, poca expresión, si uno se atiene a lo que mandaba en su época: hasta el recurso a los signos de exclamación está sopesado con ojo preconcretista y combinatoria transmutante. Iniciación desasida, entre el indio y el letrado; entre el autor de entrelíneas y el lector de indicios; entre el niño que pregunta por su sitio en el mundo y en ese momento deja de serlo —la perduración tonal de ese instante asombrado— y el soñador que atraviesa su aspiración de éter y se mambea de gravedad.
Dionisos sobrio, es doble ebrio: la translucidez, en Vallejo, atraviesa a la inteligencia. Y la veracidad de la sensación no abandona a la sensibilidad: del signo cuerpo, el ánimo corporizado. Y el hambre abierto de la metonimia, que no deja de ser apetito de nimiedad y de niñez. Además, esa especie de apostura del vencido, ese orgullo que no es altivez a menos que se lo vea de frente, en tanto mirada cuestionadora del dolor, a través de su tela de juicio expuesta sobre las cosas (del dolor). Vallejo debe haber traspasado, en su experiencia, la barrera del sentido que nos separa de un pensar viviente en el lenguaje: es imposible verificar esa trayectoria de dardo hacia el curare, pero es indudable que Trilce encuentra qué tocar.
Se habla de un libro como de un ser que está vivo. Que permanece en un presente, sin diferir de su propia integridad. Se habla de un libro unánime como de una entereza natural. Que hace sonreír con cierta perplejidad y de esa manera atrapa, no a las causas del dolor, pero sí a las formas que lo fijan a la letra. Se habla de un libro como de alguien con quien se puede mantener, a lo largo de los años, una conversación que va girando tonalidades porque incita a volver a empezar. Libro que no se es capaz de memorizar, que rehúye todo esquema en su estructura. Se habla de este libro como de un puente de apariencia frágil y suma flexibilidad, en el vaivén sobre los vértigos de leer.
Una cualidad espesa en los vocablos puestos a vibrar. La palabra en Trilce pronuncia más acá de la voz, o la voz es un canal entre una laguna ancestral y un sobresalto futuro. Parecería posible un estado de limpidez, a condición de exponerse hasta hacer de la insuficiencia del lenguaje un aura connotativa. De algún modo, se está ante el sacrificio del cristiano. Pero también ante la crudeza de altura andina, que no salvaguarda traducción a unívoco registro. Mientras el poeta vanguardista se clava al futuro, el epigonal se atiene al amparo de unos juegos eclipsados por sus reglas. El desafío que Trilce asume es traspasar sendos aros votivos y comerse la verbalidad, para no perder el hilo de la emoción, que es la aventura del sentido.
En Trilce, esta acendrada conciencia de la materialidad del lenguaje, no desatiende el vínculo basal entre la emoción y el estilo. Sin embargo, aquí no podría hablarse de estilo, como sería posible respecto a otro tipo de escritor: Vallejo escribe de manera semejante al curandero andino de los cactus que se come el dolor. Esta especie de hechicería semántica, que estaría señalando la no transparencia del lenguaje, su primordial densidad, ya no alude, de paso, ni al demiurgo incontestable del Creacionismo, ni al jocoso inventor de metáforas fortuitas, ni al juglar del espectáculo de las evidencias, ni al experimentador de lo exótico aferrado. Metamorfosis sintáctica: táctica de supervivencia de la emoción. El poeta-conector-de-voces, tórnase cada vez menos autor y, por eso, propenso a otras consideraciones de la intimidad expresada. Tal intimidad (que es un fraseo) no calca el supuesto de precondición de transparencia en el lenguaje, puesto que éste hace a lo incondicional. Las palabras son presencias desmentidas. No siendo neutrales, rotan en torno a su alterna lucidez, no al reposo por anclaje en lo denotativo o en la vuelta al juicio. Por el contrario, Trilce se desprende del prejuicio —vigente todavía— del lenguaje en tanto mero medio y código continente de nociones atrapables. Volatilizadas las rejas del lenguaje unilateral, lejos de los fundamentalismos estetizantes y la pugna por la detentación de la última palabra, de pronto se está en otra parte, donde no se sabe, donde no se sabe cómo, donde no se sabe cómo estar. Inestar. Inestabilidad. Y sin embargo presencia. Es decir: corporeidad. La lírica más nítida, corporizada, no es transparente: no confirma simetría con la fórmula sumisa ni conforma a la moral del significado.
Claro que cuando se habla del «dolor andino» en Vallejo —pretendiendo aplicar la línea recta a un hecho tan sinuoso como puede serlo una condición que se reconozca mestiza—, se tiene la impresión de que lo mejor sería evitar alusiones tan imprecisas. De hecho, la perplejidad compositiva en Trilce, indica a las claras una aplicación de orfebre. Fiebre de quien la deja hablar como forma. Amanuense, no de dominios, sino de intuiciones. La arriesgada definición, en su apuesta por el relieve connotativo, de las composiciones trilceanas, favorece el despliegue de las relaciones intuitivas. La lectura misma se desplaza por líneas de fuga que proponen una diversidad de entradas simultáneas al texto y a su sentido múltiple. Es otro tipo de realismo, despegado de verosímiles y pactos de lectura, adonde lo pronunciado realza su resistencia a ser glosado o decodificado.

     Salgamos siempre. Saboreemos
    la canción estupenda, la canción dicha
     por los labios inferiores del deseo.
     Oh prodigiosa doncellez.

Este cuasi presentir diagonal, en Vallejo, devendría no pertenencia de asomo a ubicaciones. ¿Qué importancia puede tener cualquier rastreo genealógico ante la contundencia de este oro de no tener nada? Ubicuidad de cada sílaba: que la lectura sea un andar a ciegas. Que esa ceguera implique, por lo menos, una nueva estimación del ver, de la posibilidad del ver que sería un estar escuchando. Escuchar en el claroscuro de la palabra. ¿Qué habrá al final del desvío continuo? ¿Qué espera, tras el recodo impasible de lo que nunca se alcanza: una conclusión? ¿Quién quiere ya permanecer idéntico y el mismo (dur)ante el sacudón nervioso al fluir del trazo significativo en Trilce?
En todo caso, Vallejo exhala, sin exaltarla, la insularidad de la voz, manifestada sin embargo mediante esa objetivización agudizada de los recursos formales. El evento verbal, llevado al envés de lo meramente literario a través de una alta carga afectiva —sin descuidar esa implacable ambigüedad esencial a todo afecto—, es más literario no siéndolo: la letra de Trilce recupera el cuerpo. Se trata de una carnalidad ausente entre la altisonancia dominante de la poesía más extrovertida de su época. Los usos tipográficos se deslizan en la lectura en tanto sustrato visivo, el ritmo invade la caligrafía mental, las escenas están granuladas por miniaturas de accidentes sintácticos. Es la porosidad. Es el acontecimiento. Es la orfebrería transílabica (que no se remite a la gimnasia de un conteo o a la proeza de un calce): detención implosiva en lo mínimo, a manera de un cultivo.
De tanto en tanto afloran algunas poéticas que no se concebirían sin ahondamiento exhaustivo y modificante en el campo de la composición. Este acento en lo compositivo, que prevalece en Trilce en tanto herizamiento de los diversos y simultáneos estratos del pensar y la sensación (un pensar y una fenomenología: un lenguaje que se salió a buscar), implica también acentuar la implícita pregunta del para qué de toda escritura.
En la asunción de un deseo extremo de escritura, manifiéstase asimismo una voluntad ética, es decir un permanente cuestionamiento del propio estilo (de vida). Casi una corrosión desde dentro, o una conversación con la sombra. Sombra que sería la del lenguaje, revisitado en tanto portador de significaciones que traspasan el inventario de significados a la mano. En la complejidad sintáctica de Trilce, a veces, no sólo pueden no hollarse la evasión por el ornamento o el recreo de una tensión de fondo en aras de una mera orfebrería, sino que puede resultar que esa complejidad constituya una total rendición de cuentas a la intemperie, que subyace a la conciencia. Entonces la sintaxis no está reflejando un estado de alteridad controlada por la forma, por la formulación del estilo, sino que involucra afectivamente, por vía de este enigma acendrado: la materia verbal. Esa composición elaborada hasta la crudeza, cuando no la sencillez, promueve el resurgir de fulguraciones afectivas como fuerzas telúricas del substrato semántico, que permanecerían vedadas a una escritura apenas preocupada por lo ruptural o la derogación de ciertas normas. La inmediatez de ciertos versos de Vallejo es un alcance, no una propuesta: el ámbito-umbral de la casa de infancia, o la franca ternura de ciertas alusiones semi veladas (el adjetivo «otilinas», por Otilia, relación al parecer muy atesorada por Vallejo), son puntos móviles. Salidas de marco para un retorno a la gravedad.

    Esta casa me da entero bien, entero
    lugar para este no saber dónde estar.
     No entremos. Me da miedo este favor
     de tornar por minutos, por puentes volados.

El desacato en Trilce, por una vez, una vez más, es el del lenguaje en pos de la palabra. Chispa seca de la palabra que da lumbre al lenguaje. Toques, no retoques. Agita su cencerro de paria o su tambor de revuelta, el poeta: intuye connotaciones en armónicos de sentidos que se cruzan a varios niveles de la sensación, de la presencia, del pronunciar. Anotando de paso ciertos esbozos de estallidos que hacen al yo. A la inconsistencia o, al menos, a la inconstancia del yo.

Lo afectivo pasa en Vallejo por entre los resquicios de la sintaxis. Incluso lo sentimental, rasgado sin embargo, aunque, como se dijo, preservando un cierto claroscuro. Ese claroscuro (premoral) del niño que pregunta por los otros. Y el lenguaje le responde: Soy tu otro. O el de ese encuentro callejero con un viejo amor, con sus dobles y triples fondos de tardes reveladas a medias por olvido y recupero en otra fronda. O la penumbra de angustia minimal de la celda, desde la que se atisban paredes albicantes y se atiende a la bomba de agua del patio de la prisión como a una clave de lo abierto.
La cuestión de la libertad, tan poco aludida hoy, prevalece en Trilce. Se diría que radicaliza su constancia en un lenguaje que no neutraliza ninguno de los elementos que lo componen. Procedimientos sintácticos y criterios compositivos articulan, en rigor, una rítmica acorde a su librepensar.

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